Luisa era una mujer que rondaba los cuarenta años, pero conservaba los mismos rasgos que en su juventud, tal vez algo modificados por todo el sufrimiento que había tenido que soportar. Su marido, Blas, había muerto hacía unos cuantos años, pero no antes de ver nacer a su hijo, Lázaro. Éste había sido la alegría de su vida, ya sin su marido, Luisa había comenzado a dejarle ir solo al instituto y, cuando su hijo salía de casa, Luisa comenzaba a llorar, añorando aquellos días felices en los que su marido y su hijo le preparaban una fiesta sorpresa por su cumpleaños, o la invitaban a comer en un restaurante sin razón alguna. Esos días ya no se volverían a repetir o, al menos, eso pensaba ella, porque su marido había muerto y su hijo pronto la dejaría sola y olvidada.
Normalmente era una mujer tranquila, pero la noticia había trastocado su forma de ser, convirtiéndola en una mujer más agresiva. Cada vez que veía las noticias se dirigía a su cuarto, donde tenía guardado un diario, y comenzaba a escribir, murmurando con un ritmo cansinamente constante, sin variación alguna en su entonación las palabras: “Todo es culpa suya, todo es culpa suya…”. Tan ensimismada estaba que no percibía la sombra que le espiaba cada día desde el otro lado de la ventana, siempre a las mismas horas y por las mismas ventanas. Esta peculiar sombra tenía muchas ganas de verla, pero no podía porque Luisa le culpaba de un gran error que estaba segura que no le perdonaría.
Su casa era una casa nueva situada casi enfrente del Teatro del Mercado, un teatro mítico aunque pequeño con respecto a los demás teatros importantes de la ciudad. Hace poco lo habían tenido que cerrar para remodelarlo porque los cimientos estaban débiles, pero ya había vuelto a abrir, y con ello había vuelto la vida al bar de enfrente de su casa, que tras las funciones de tarde y noche se llenaban de gente hambrienta, llenando todas las mesas del local y volviendo locos a camareros y cocineros.
Aunque la zona estuviese muy viva por la gente, a ella no le terminaba de gustar su casa, sobre todo porque su primer piso era muy bajo y tenía que haber tapado sus ventanas con unos horrendos barrotes de hierro pintados de un color gris ceniza mojado, o al menos eso decía el pintor del color. Aparte de eso, la fachada de la casa estaba hecha con losas negras. Todo eso le daba un aspecto demasiado lúgubre. No le gustaba un ápice, pero era lo máximo que se podía permitir. Aparte, para llegar a la entrada de su casa solo tenía que subir unas pocas escaleras y para comprar lo tenía muy fácil, porque tenía un Mercadona casi al lado de su casa y aunque tuviera que llevar mucha carga no le sería difícil.
Un día, a Luisa le pareció ver una sombra en la ventana, y se acercó a la ventana para asegurarse de lo que había visto, pero no vio nada especial en la calle. “Habrá sido algún niño que se habrá hasta la ventana para demostrar sus habilidades de escalada a otros niños”, se dijo a sí misma para tranquilizarse.
Al día siguiente volvió a ver la sombra y distinguió una silueta humana adulta. “Esta vez ya no puede ser un niño que haya subido al cristal, es demasiado grande”, dijo Luisa para sí misma, con cierto tono de enfado. Se dirigió a la cocina con pasos algo vacilantes, aunque cada vez más seguros y abrió el cajón de los cubiertos con tal fuerza que provocó un gran estruendo de metales chocando entre sí. Buscó el cuchillo más grande y amenazante que tenía y emprendió su marcha tras la sombra. Como vivía en un primer piso no le costó mucho bajar a la calle, desde donde vio a lo lejos a la sombra. Luisa se le acercó con sigilo hasta que la sombra se dio cuenta y comenzó a correr, perseguida por Luisa con su amenazante cuchillo.
Comenzaron corriendo a través de la plaza del Portillo, alrededor del Teatro del Mercado y su parque aledaño, donde Luisa empujo a tres o cuatro niños que asustados y enfadados empezaron a llorar buscando la protección de sus papás y mamás, que estaban atónitos por la escena que acababan de ver: ¡una persona de negro perseguida por una mujer con un cuchilla más grande que su antebrazo! Su barrio no era de los más tranquilos de Zaragoza, pero estaban seguros de que eso no ocurría normalmente.
De repente la sombra entró en el Mercadona para despistar a Luisa. Ella, sin dudarlo, la siguió, subiendo las escaleras de entrada. Era la peor hora para entrar en el Mercadona. Un fin de semana como el que era, a cualquier hora de la tarde estaba abarrotado de gente, que al ver pasar a la sombra, que los esquivaba con una agilidad casi inhumana, se apartaban del peligroso camino que trazaba el cuchillo de Luisa. Las mujeres más mayores de la cola, como siempre las más cotillas, reconocieron a Luisa y empezaron a hablar de sus ataques de locura tras las graves pérdidas que había sufrido. Al final, tras atravesar la sección de panadería y la perfumería fueron a salir por la calle Santa Inés, una calle totalmente inclinada por la que siempre sopla el viento, sin importar el tiempo que haga en el resto de la ciudad, aunque Luisa casi no consigue salir a la calle porque dos guardias de seguridad, que en aquel momento le parecieron gigantes, le cerraban el paso, pero sin saber cómo, consiguió librarse de ellos.
Comenzaron a ascender la calle Santa Inés, primero la sombra, Luisa después. La sombra aprovechó las macetas del bazar que había delante para bloquear el paso de Luisa, pero no surtió efecto, Luisa saltó sobre ellas con la fiereza propia de una leona y continuó su carrera. Aunque Luisa no estaba acostumbrada a esos trotes, no se sentía cansada, en parte por la adrenalina que estaba liberando, en parte por el odio que sentía hacia esa sombra desconocida. Siguió subiendo por la calle y se chocó contra un chico adolescente que reconoció por su pelo de punta despeinado. Era el hijo de una amiga de su infancia, pero nunca había tenido mucho trato con él. “Tiene una pinta un tanto extraña siempre, pero ahora, qué joven no tiene esas pintas”, pensaba siempre que lo veía. Le pegó un empujón y el chico cayó al suelo sangrando, pero ella no se dio cuenta.
Al final llegaron a la calle Conde Aranda, una calle tan larga como importante, que en esta época está poblada por personas de todas las nacionalidades posibles. Como todos los fines de semana, esa calle estaba totalmente llena de gente y ella y la sombra tuvieron que ir zigzagueando entre la multitud, y a veces pegando un empujón a la gente que se cruzaba por el camino. Pasaron por el cruce con la calle Mayor, aunque el nombre de esa calle no obedecía a su tamaño. Allí la sombra tuvo que esquivar a un coche que apareció súbitamente en dirección contraria, pero aun así siguió recta por Conde Aranda. Pasaron por delante de los muchos restaurantes que había en esa calle.
Parecía que se acercaban cada vez más al colegio Escolapios. Allí era donde Lázaro, el hijo de Luisa, había estudiado. Cuando Luisa pasaba por delante de la puerta salió un cura totalmente calvo, al que Luisa se llevó por delante. Ese cura fue el tutor de su hijo cuando estudiaba BUP, pero ya no recordaba qué curso exactamente.
Siguieron la persecución, y Luisa se acercó peligrosamente a la sombra, pero en el cruce de Cesar Augusto, una calle amplia con mucha circulación, tuvo que esquivar a cuatro coches, que le propinaron dos golpes y cuatro severas pitadas. De esta forma la sombra ganó un poco de espacio. Comenzaron a recorrer el Coso, que estaba incluso más lleno de gente que la calle Conde Aranda, porque en la FNAC había una firma de discos de un artista famoso que Luisa no conocía, sobre todo porque ya ni siquiera escuchaba música posterior a la que su marido y ella grabaron en unas cintas de casete.
Cuando pasaron el barullo de gente, parecía ser que Luisa iba a alcanzar a la sombra cuando tropezó con una persona que iba tranquilamente por la calle, clavándole sin querer el cuchillo en el brazo. Aun así, continuó la persecución hasta que pasó por delante de una pareja de policías que estaban de ronda por el paseo Independencia, como de costumbre, que en la distancia vieron el reflejo del cuchillo teñido de carmesí que Luisa alzaba sobre su cabeza. Por eso comenzaron a perseguir a Luisa, a la que alcanzaron enseguida, cerca de la majestuosa fuente de la plaza de España. “Queda usted detenida por alteración del orden público y por usar ese cuchillo como arma blanca para herir a varias personas. Tiene usted derecho a guardar silencio y a un abogado, aunque lo suyo es indefendible”, dijeron los policías, contentos por su trabajo, uno de ellos con una sonrisa sardónica en su cara y el otro con una sonrisa más bien de satisfacción. Los policías tenían razón: Luisa había herido a varias personas pero no se había dado cuenta alguna de ello. Tras ella había una fina línea discontinua de jugo vital de persona que provenía de su cuchillo, totalmente teñido de escarlata. Todo lo que Luisa pudo decir fue: “Yo no…Yo…perseguía a eso… a esa sombra…”.
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